CREACION DE PUNTA DEL ICEBERG

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domingo, 4 de septiembre de 2011

"Justicia por Candela" y otras fábulas

La mirada de un joven no alienado por el Cártel Monopólico


Me surge decir: apostemos, ¿cuánto tiempo pasa hasta que lo de Candela deje de ser una tragedia? ¿Tres días? ¿Dos semanas? ¿Hasta que vuelva a hacer falta arrear a la opinión pública hacia un lado o hacia otro? Ahora es cuando me inundan la casilla con reclamos, cadenas y puteadas hasta en lituano por haber "cruzado una línea" y no entender que "hay cosas con las que no se jode". Pero no, tristemente no, no lo entiendo, así como ellos tampoco entienden muy bien la sutil diferencia entre joder y tratar de dar un punto de vista. Entonces me parece oportuno también aclarar que esta nota no pasa de ser precisamente eso, mi punto de vista, que vale tanto o bien tan poco como el tuyo, el de aquel, el de cualquier otro.

Quizás estaría bueno poder pecar de ingenuo y creer que de verdad a los grandes multimedios les importa que maten a una pobre nena en el conurbano, que les importanlos chicos que se mueren de hambre en Chaco, que les importa Ezequiel Ferreyra (¿no lo conocés? Googlealo, no lo vas a ver en el noticiero). A veces me despierto con una especie de asco que recae a primera vista sobre los individuos pero después se traslada hacia el sistema, ese sistema que les come la cabeza de la peor manera, desde adentro, una especie de parasitismo moral que para colmo los hace sentir conectados, informados y libres. Grandes paradojas de esta belle époque mediática.

Estamos tragándonos en conjunto el mismo discurso hegemónico como chanchos en el corral, sabiendo lo que nos dicen que tenemos que saber, y respondiendo a eso siempre en función de como nos dicen que debemos hacerlo. Así, de a poco nuestra moral va siendo moleada y definida por tapas de revistas, por redactores y gerentes de noticias, por columnistas imbéciles de matutinos de radio. Nuestra escala de valores, nuestro umbral de indignación o bien la capacidad de dar vuelta la página del diario cuando vemos fotos de un atentado que se cobró sesenta vidas en una ciudad que por suerte desconocemos. Ahí todos nos alegramos de ser argentinos, ¡las guerras y los desastres felizmente nos pasan tan lejos!

Así y todo tenemos una vana noción de lo que ocurre en nuestro propio jardín, pero somos realistas: no podemos ocuparnos de todo. ¿Cómo hacer una marcha y llevar una bandera kilométrica con la foto de todos los nenes que faltan a lo largo y a lo ancho del país? Qué absurdo, qué poca practicidad, y sobre todo, ¡no los conoce nadie! Cómo podemos pedir justicia por ellos si ni siquiera tuvieron la delicadeza de decirnos quiénes son. Quién los mandó a morirse así, en silencio, a no llamar a la prensa y decir aunque sea: "acá estamos, existimos, vengan a cubrir nuestra desaparición para que quizás en Buenos Aires a alguien se le prenda la lamparita y haga un cartel con nuestra cara para adornar las calles y las vidrieras de los negocios". O quizás llamaron, sí, pero nadie los atendió. Cosas que nunca van a saberse.

Pero Candela se llamaba Candela, y era una sola. Supo tener una muerte propia, hacerse protagonista, no quedar invisibilizada ni perderse entre tantas otras muertes parecidas o iguales. Otros chicos no tienen esa triste suerte, no son únicos e irrepetibles más que para mamá y papá, mamá y papá que tampoco tienen la triste suerte de poder llorar en horario central de noticieros. Entonces la indignación no es más que una construcción mediática, en la era de los reality shows, una muerte sin cámara no es una muerte sino simplemente algo que pasa pero no pasa, algo que está ahí pero no aparece en la grilla de programaciones, se nos escapa cómodamente del zapping de nuestra moral y en buena hora: ¿cómo cenar con la imagen de un chico malnutrido mirándonos desde la caja boba? De esa escena de tan al gusto los medios nos salvan con su bendita selección de lo que es noticiable.

A pesar de todo hay algo que se llama moral, y nos enseñaron que eso es indignarse cada tanto, sacudirse un poco el polvo de la indiferencia como para expiar nuestros constantes pecados de omisión, convertirnos en personas solidarias de vez en cuando, eligiendo para eso la primera causa noble que nos pongan a mano. Cómo no marchar entonces para pedir justicia por Candela, cómo quedarse con los brazos cruzados mientras algún hijo de puta le robó la vida a una nena de once años y después la tiró envuelta en una bolsa. Cómo no indignarse por una muerte tan visiblemente atroz, pero sobre todo eso, tan visible, tan mediatizable, tan convertible en un cliché del calibre de "justicia por Candela", un cliché tan respetablemente sincero pero a la vez tan vacío, tan abstracto, con tanto sabor a ritual lavatorio de la indignación o la bronca colectiva y nada más que eso, tan como decir "¡qué barbaridad!" pero a los tres días estar cagándose de risa en un asado con amigos.

Y sí, claramente no nos vamos a amargar la vida porque otro se la amargó, no nos vamos a quedar pegados al dolor al punto de terminar comprometidos y empezar a pensar que hay algo que evidentemente no está bien, algo mucho más de fondo que la historia de Candela o que el responsable siga caminando libre quizás sonriéndose a medias por todo el revuelo que armó con su pequeña travesura. Pero la moral y el compromiso vuelan espantosamente bajo, y para peor, eligen cielos de catálogos de televisión por cable, de diarios repugnantes donde sirven las entrañas de una familia destrozada como plato fuerte, de periodismo amarillista con fachadas de otros colores. Entonces nos indignamos, pero cómodamente, y reprendemos a quien no retwittea #justiciaporcandela ni cambia su foto de perfil por una de su carita todavía sonriente, ajena al final que le estaba esperando. Entonces todos queremos cambiar el mundo y librarlo de todo mal, pero el mundo es tan grande y nos queda tan lejos, que en definitiva, ¡qué sería de nosotros sin mirarlo por TV!


Félix van Gogh

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